Un destello de luz en la oscura noche del Atlántico Norte, e incluso el timonel más soñoliento se despierta, mirando fijamente a la noche. ¡Sí, ahí está otra vez! El flash se ve durante unos segundos mientras un cono de luz giratorio barre el horizonte sobre el océano, golpeando periódicamente el iris del marinero.
La atención del timonel está bien fundada. Sabe que es una advertencia: por delante están las Islas Feroe, con sus imponentes acantilados y sus colosales promontorios que se elevan verticalmente desde el Atlántico. Estas son las hermosas, pero también mortíferas y peligrosas islas, donde naufragios de siglos de antigüedad yacen esparcidos en el fondo del mar, porque los timoneles de tiempos pasados no fueron advertidos por el benéfico rayo de luz.
Cuando amanece, las fuentes de luz se revelan. Extrañas torres, pintadas de rojo y blanco, la mayoría de las veces situadas en lo alto de acantilados inaccesibles, como los faros de Slættanes, Borðan y Mykines, o como el faro de Tórshavn, situado junto al mar para guiar a los barcos que se acercan.
Construidos en piedra o acero hace más de un siglo, los grandes faros feroeses transmiten características distintivas del diseño industrial de la época victoriana. Pero aunque destacan del paisaje circundante, hay algo tranquilizador en ellos para los feroeses. Forman parte de nuestro patrimonio cultural y de nuestra identidad como nación marítima.
En las etiquetas franqueadas figuran, respectivamente, el faro de Tórshavn de 1909, el de Borðan de 1893, el de Slættanes de 1927 y el de Mykines de 1909.